Mi amigo Currito, que a sus 80 años ha acumulado una sabiduría difícil de encontrar hoy en día, me confesó hace poco que su mayor éxito en la vida ha sido aprender a pensar. Antes de tomar una decisión, dedicaba horas, incluso días, a reflexionar. Hoy, ese tiempo para el pensamiento parece haber desaparecido, reemplazado por una urgencia constante de consumir y reaccionar. Lo que Currito hace de manera instintiva –darle espacio a las ideas para asentarse– es lo que hemos perdido en esta era de redes sociales, donde nuestras mentes, atrapadas en el «brain rot», han reducido su capacidad de procesar y resignificar el mundo. Ya no caminamos con nuestros pensamientos; scrolleamos para evitar el silencio.

Esa inmediatez nos ha llevado a un punto crítico: el deterioro cognitivo no es solo una metáfora, es una realidad. Al no darnos el tiempo para pensar, debatir o imaginar, estamos perdiendo algo más que palabras; estamos perdiendo la capacidad de comprendernos a nosotros mismos y a los demás. Lo noto en mí y en quienes me rodean. Estamos agotados, saturados, atrapados en ciclos de consumo que no nos permiten conectar con el presente ni tomar decisiones conscientes. Sin ese espacio para la reflexión, nos volvemos reactivos, frágiles, incapaces de ver más allá del algoritmo.

Hoy, más que nunca, debemos recuperar el arte de pensar. No es un lujo, es una necesidad. Desconectarnos de la sobrecarga de estímulos, dedicar tiempo a lo esencial: caminar, leer, conversar, simplemente estar. Currito me recuerda que las grandes decisiones de la vida no se toman en un clic, sino en el espacio entre la duda y la certeza. Ese espacio es donde reside nuestra humanidad, y recuperarlo es la única forma de resistir a esta pandemia invisible que amenaza con borrar todo lo que nos hace verdaderamente humanos.
