Una fotógrafa que escuchaba con los ojos: así retrató el alma invisible de Nueva York
En las aceras del Harlem de los años 40, mientras el mundo miraba hacia las grandes guerras o los grandes nombres del arte, Helen Levitt se dedicaba a mirar hacia abajo, hacia lo cotidiano. Nacida en Brooklyn en 1913, dejó el instituto a los 18 años y compró una Leica de segunda mano. Comenzó trabajando en un estudio del Bronx, pero su verdadera vocación estaba en la calle, donde la vida no posaba, pero danzaba.
Levitt no era una cazadora de momentos, sino una cómplice de lo fugaz. No posaban para ella. Su cámara era invisible, como si formara parte del mismo aire. De ahí que sus fotografías no tengan artificio, pero sí una belleza inquieta. Son imágenes que laten. Un niño con capa, una niña bailando en la acera, una sombra que cae sobre un rostro: en lo mínimo, lo universal. En lo accidental, lo eterno.
Influenciada por Walker Evans —con quien estudió en 1938 y mantuvo una amistad duradera—, y por Henri Cartier-Bresson, desarrolló una mirada propia, delicada y ética. También conoció al cineasta Luis Buñuel, quien le abrió las puertas al lenguaje documental. En 1943, el MoMA le dedicó una exposición individual, algo inusual para una mujer y más aún para una fotógrafa callejera. Más adelante, codirigió The Quiet One (1948), una película que fue nominada al Oscar, y desde 1959 comenzó a experimentar con el color sin perder nunca el lirismo de sus primeros trabajos.
Durante décadas, Levitt se mantuvo al margen del ruido artístico. No buscó protagonismo ni explicó su obra. Quizá por eso su legado crece con el tiempo: porque no responde a modas ni a discursos, sino a algo más hondo y más esquivo. Ella no fotografiaba la ciudad, sino su respiración. Esa respiración suya, a veces juguetona, a veces triste, pero siempre humana.
Murió en Nueva York en 2009, la misma ciudad que fue su escenario vital. Hoy, en plena era de la imagen instantánea y el exhibicionismo digital, las fotos de Helen Levitt nos devuelven al misterio de mirar sin intervenir. Nos recuerdan que la calle es un escenario donde la vida —si uno sabe mirar— se representa a cada segundo. Y que basta una buena fotografía para detener el tiempo, aunque sea por un instante.





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