Cuando la belleza se multiplica y hasta el cielo se rinde a la emoción de una procesión.
Ayer, mientras La Borriquita descendía desde la Plazoleta de Valme hacia Santa María Magdalena, sucedió algo inesperado. Entre los balcones engalanados y la madera labrada del paso, justo cuando parecía que ya no podía haber más estímulos visuales, el cielo decidió participar. Un arco iris, perfecto y sereno, apareció entre las nubes grises, pintando un arco sobre la escena como si quisiera bendecir la tarde.

Había niños sobre los hombros de sus padres, ancianos que recordaban otras Semanas Santas desde la barandilla, y fotógrafos atentos a cada detalle. Pero fue ese gesto celeste el que detuvo el tiempo. No hizo falta avisar, todos lo notamos. Miradas al cielo, sonrisas compartidas y un murmullo colectivo que reconocía lo extraordinario del momento. Porque no siempre el cielo se alía con la emoción, pero ayer sí lo hizo.
La estampa era perfecta: el paso, las flores aún frescas, el incienso en el aire y un manto de color suspendido sobre la escena. Me detuve. No por devoción religiosa necesariamente, sino por la belleza pura de esa coincidencia, por lo que tiene de regalo inesperado y sincronía misteriosa.
A veces, la fotografía no busca, sino que encuentra. Ayer, el objetivo se alzó casi por instinto, como si supiera que ese instante no volvería. Y quizás esa sea una de las magias de la Semana Santa: que, en medio de lo previsto, lo extraordinario siempre encuentra su lugar.



