“Me habéis dado alas”, dijo la artista nazarena, frente a una plaza entregada que vibró al ritmo de “Esa diva”.
Espectacular Dos Hermanas. No hay otra palabra que resuma mejor lo vivido esa tarde. Desde que comencé a disparar las primeras fotos, sentí que no estaba documentando solo un acto institucional más, sino una auténtica declaración de amor colectivo. Melody volvía a su ciudad natal como una estrella, y su gente la recibió como lo que es: un símbolo de orgullo y talento que ha sabido mantenerse fiel a sus raíces. He seguido parte de su trayectoria pero por supuesto aún recordaba a la niña que fotografié hace ya más de 20 años.

La vi llegar entre abrazos, flashes, nervios y emoción contenida. Y cuando salió al balcón, el bullicio se volvió clamor. En su mano, el Micrófono de Bronce; en su rostro, la emoción sincera de quien sabe que está viviendo algo único. “Lo voy a dar todo por mi familia, por mi gente, por mi pueblo, por España”, dijo, y la plaza se convirtió en un solo grito. Mientras captaba cada gesto, cada mirada, entendí que esas imágenes no solo mostraban a una artista, sino a una hija que volvía a casa antes de alzar el vuelo hacia Basilea.





El momento cumbre, sin duda, fue cuando entonó “Esa diva”. Desde el objetivo, veía rostros iluminados, lágrimas, puños alzados y una comunidad entera coreando un mensaje de fuerza, diversidad y empoderamiento. Esa canción ya es patrimonio nazareno. Cada encuadre, cada plano que tomé ese día, lleva algo de esa vibración que aún me retumba dentro.


Pase lo que pase el 17 de mayo, Melody ya ha ganado. Porque en Dos Hermanas, su victoria es total. Y haber podido contar esta historia con imágenes, desde dentro, como siempre en mi ciudad, es de esos regalos que solo la cámara y el corazón saben agradecer.









