Luces frías, bolsas llenas y la extraña intimidad de los espacios cotidianos.
Las noches en el supermercado tienen algo de ritual. No importa el día ni el cansancio acumulado: siempre hay alguien que camina entre las luces frías del aparcamiento, ajusta el peso de las bolsas en una mano mientras busca las llaves con la otra. Las sombras de los carros apilados, las puertas automáticas que se abren y cierran en un silencio mecánico, los coches que esperan con su motor encendido. Una coreografía urbana repetida, pero nunca idéntica.


Aquí, los encuentros son fugaces. Un saludo apresurado, un cruce de miradas entre quienes buscan en la compra de última hora una forma de cerrar el día. La luz blanca ilumina las fachadas de los edificios cercanos, reflejándose en los escaparates mojados por la humedad de la noche. Dentro, alguien más empuja un carro con el gesto distraído de quien ya está en otro sitio, pensando en la cena, en el mañana, en lo que sigue.

En estos espacios de tránsito, las historias no se cuentan, pero se intuyen. En la prisa por volver a casa, en la quietud de un coche rojo con el maletero abierto, en el vaivén de un carrito que se resiste a encajar en la fila. Y aunque la rutina nos haga olvidar estos momentos, en el juego de luces y sombras queda algo de poesía, un rastro de humanidad en medio de la monotonía nocturna.

